Podía pasar la última noche de 2023 emborrachándome para luego concluirla por todo lo alto con un coma etílico o peor: haciendo una lista de todos mis logros de 2022 y otra de mis propósitos para 2023. Así que opté por salirme por la tangente y ver Digimon Adventure: La última evolución Kizuna.
Y, contra pronóstico, he acabado deprimido, pero también he salido ganando, porque ha sido una buena película, una de esas que te hunden la vida. A continuación, explicaré esta paradoja sobre cómo hacerte pedazos es todo un logro.
El origen de Digimon
A mediados de los ’90, los Tamagothi surgieron en Japón y desde ahí, invadieron el mundo. Todos los críos queríamos tener una mascota virtual que nos pidiese jugar, mimos, limpiarla… o que nos provocase un trauma cuando moría. Parece un hecho insólito visto ahora, pero aquellos eran los ingenuos ’90. Total, el fin del mundo iba a ser en el año 2000…
En esa época de chándales multicolores y canciones que te provocaban una lobotomización instantánea, extrañas noticias como críos que intentaban resucitar al bicho de marras o chavales que acababan viviendo a través de aquellos píxeles cutrones pululaban por un mundo que veía a chavales pegados a un cacharro como algo terrible (si sirve de consuelo, al menos, no era TikTok).
A raíz de esa franquicia, surgieron otras. Fue Akiyoshi Hongo (que, en realidad, pese a su fúngico nombre, es el seudónimo para un grupo de trabajadores de Bandai encargados de crear nuevos productos) el que tuvo la idea de crear su propio Tamagotchi. Lejos de quedarse en un artefacto arcano, podían crear más, mucho más: cartas, cómics, videojuegos, una serie…, es decir, una sacadera de cuartos o, como lo llama George Lucas: mercadotecnia. Y fue así cómo surgieron los Monstruos Digitales o los Digimon, la serie que encadiló/traumatizó a toda una generación.
Desde que el mundo cambió
La nueva película de Digimon supone una celebración para los más de veinte años que lleva la franquicia con nosotros… y, debo reconocer, por espurio que suene, que pensar en estas cifras me da vértigo.
Veinte años.
Veinte malditos años desde que aequeé la ceja pensando que Digimon era una copia de Pokémon y, al final, descubrí que era mejor que Pokémon, ya fuera porque la historia era más compleja e interesante que seguir al fracasado de Ash o porque siempre mola ver cómo un dinosaurio achuchable digievoluciona a una cosa con rifles, armadura y otras cuestiones (que es lo que le da la calidad).
Veinte años desde salía de clase para ver en casa la serie sobre los niños elegidos, el mundo digital y todos aquellos extraños traumas que configuraron mi infancia. VEINTE.
Tras tanto tiempo, reencontrarme con estos personajes ha sido un interesante punto de inflexión. Si hace poco comentaba que Dragon Ball Super: Super Hero había sido una mediocre explotación de la nostalgia, debo decir que, aunque Digimon Adventure: La última evolución Kizuna juega con la nostalgia, lo hace muy acertadamente, porque… hay un mensaje (y no, no es sacarle la pasta a los fans).
Subnormales emocionales
Frank Miller comentaba que se le ocurrió la idea para El regreso del Caballero Oscuro cuando pensó que él acababa de cumplir años y ya era mayor que Batman, personaje que le había acompañado desde la infancia. Fue entonces cuando pensó en escribir sobre un Batman mayor, retirado y con ganas de patearle la cabeza a gente.
Es fascinante pensar en cómo nosotros envejecemos, pero hay obras de ficción que no se hacen viejas, sino que están ahí, como el primer día, esperando a que nos reencontremos con ellas. Y eso que esta película de Digimon va precisamente sobre lo contrario: sobre tener que decir adiós a nuestra infancia. No se puede vivir eternamente en la fantasía infantil.
Digimon Adventure: La última evolución Kizuna no vive solo de la nostalgia, sino que habla de la necesidad de dar un paso más y crecer. Share on XNo podemos ser como Peter Pan (no me refiero a no ir por ahí en leotardos y raptando niños, sino evitando crecer). O nos acabamos convirtiendo en esos fans que viven en el sótano de su madre, mandando tuits en los que piden que se restauren universos superheroicos o dicen que les han destrozado la infancia porque SU Luke Skywalker no era así.
Como decía Alan Moore, podemos acabar convirtiéndonos en subnormales emocionales. Que te diga eso el escritor de V de Vendetta puede molestarte y provocarte un cabreo, pero que te lo diga Digimon te acaba produciendo, sutilmente, una depresión.
Tempus fugit
¿Y cuál es la excusa para esta película de hora y media? Digimon Adventure: La última evolución Kizuna reúne a los personajes de la serie original (Tai, Matt, Kari, Sora, Yagami, TK, Izzy, Toakishi, Mimi, Joe…) para enfrentarse a la amenaza de un digimon (Eosmon) que está haciendo que la gente caiga en un extraño coma.
En ese punto, Tai, Matt y compañía (bueno, algunos, que tampoco el metraje da para todos) descubrirán que, al crecer, su nexo con los digimon se está rompiendo. Pronto tendrán que elegir si se enfrentan al nuevo enemigo y salvan a la gente (aunque eso suponga despedirse antes de sus amigos digitales, Agumon y Gabumon) o, en cambio, optan por algo más egoísta: no crecer y quedarse para siempre con sus digimon, aunque condenen el mundo.
Vaya, una depresión, como ya he comentado.
El poder de la ficción
No, no esperaba que me sorprendiese una película de Digimon que te la cuelan como una celebración y acaba convirtiéndose en un drama sobre lo que significa crecer y no ser un Peter Pan para siempre. Tampoco esperaba que me resultase tan emotiva ni que funcionase a tantos niveles y tan bien.
Todos nos aferramos a la ficción que nos encandiló de jóvenes. Lo dice alguien que sigue alucinando con Star Wars, El Señor de los Anillos, Stephen King… y, esporádicamente, los superhéroes. Llevan formando parte de mi vida desde hace décas. Y, sin embargo, tenemos que aceptar el cambio y que más mundos se abren ante nosotros. Si no lo admitimos, corremos el riesgo de tergiversar esas obras.
Alguna vez nos sorprendemos cuando nos reencontramos con aquello que, durante una época, significó tanto para nosotros. Puede ser una película, una serie, un libro… O incluso Digimon. Pero el mensaje está claro, si nos aferramos de modo acrítico, infantil e incluso fanático a una obra de ficción, podemos correr el riesgo de acabar estrangulándola y convirtiéndola en lo que nunca fue.
La necesidad de avanzar
No siempre podemos quedarnos en el pasado. La nostalgia es solo el nombre que Alan Moore le dio a un perfume en Watchmen. Hay obras que estarán siempre con nosotros, pero tampoco es sano caer en ese ciclo del constante remake, del volver sobre la misma historia sin jamás continuar nuestro camino. Gran parte del empobrecimiento cultural se debe a una generación de niños de cuarenta años que son incapaces de aceptar nuevas obras, influencias o cambios. Y es una perversión.
Es interesante, no obstante, la doble lectura de Digimon: cómo los personajes japoneses están dispuestos a aceptar esto y sacrificar todo por hacer el bien, mientras que la investigadora estadounidense es precisamente la que se niega a aceptar que el tiempo ha pasado. ¿Una sutil crítica al continuo revisionismo estadounidense o esto es hilar muy fino?
Sin embargo, la necesidad de crecer es sobre lo que trata toda la obra. Es lo que tienen que aparender Tai, Matt y el resto de unos niños elegidos que deben decir adiós a esos amigos digitales con los que han salvado el mundo en más de una ocasión. Es decir, tienen que tomar la decisión más cruel de todas: madurar.
Una buena película, más allá de su origen
Con una animación sobresaliente y una dirección más que solvente de Tomohisa Taguchi, que opta por dotar de ritmo a toda la película, sin caer en puntos muertos, en Digimon Adventure: La última evolución Kizuna sobresale también la música.
Aparte de recuperar los temas originales de Ayumi Miyazaki y Kōji Wada (y atacar a nuestro corazoncito de crío), cuenta con una interesantísima partitura de Harumi Fuuki y Hidenori Chiwata, que resalta toda la animación, sobre todo con los temas dedicados a la «diosa» que surge en el segmento final (muy finalfantasylesco).
A nivel de historia, aunque hay algunos personajes que quedan relegados a un segundo plano y hay ciertas apariciones que no dicen en demasía al espectador que, como yo, se reencuentra con estos personajes tras décadas, lo que sí puedo decir es que el guion de Akiyoshi Hongo y Akatsuki Yamatoya funciona y lo hace muy bien.
Un digno final
Además de que la moraleja está clara, hay escenas de acción bien situadas, momentos cotidianos que hacen evolucionar a los personajes, conversaciones interesantes sobre los problemas que rodean a los personajes, insinuaciones sobre la vida de estos personajes que me resultan llamativas, giros de guion…
Y aunque todo sea previsible hasta cierto punto, no por ello deja de funcionar a las mil maravillas en un film que nos sirve como broche de oro para una franquicia que ha sabido cuándo decir adiós (aunque por el camino hayan surgido docenas de temporadas, videojuegos, mangas, juegos de cartas, etc).
Al final, como producto cultural, es imposible cerrar una historia de este calibre, pero si este fuera el auténtico final, sería uno para enmarcar y del que deberían aprender otras franquicias en continua agonía.
¿Adiós a Digimon?
Llegados a este punto, puede que te preguntes: «vale, la peli está bien, pero ¿me enteraré si regreso a ella tras veinte años?» Y la respuesta es sí (aunque no tengo ni idea de qué es una «evolución Kizuna»). Mientras que otras propuestas similares se vuelven más herméticas, está funciona, más allá del mero homenaje. Aún así, es como un hogar cálido y acogedor al volver tras años vagando por los páramos de la ficción. Es volver a ser un crío que comprende que ya no le queda otra que no sea crecer.
Y, al final, con un crepúsculo que hiere más que muchos ataques de digimones que juegan con el significado de nuestra vida, Digimon Adventure: La última evolución Kizuna se consolida como una estupenda despedida, no solo de los personajes que nos han acompañado desde 1997, sino de todo lo que significa la ficción que ha estado con nosotros desde la niñez hasta la vida adulta.
Y, pese a todo, y por paradójico que suene (como pasarte el fin de año torturándote con los fuegos fatuos de tu infancia), puede que nunca nos abandone.
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