Escuché hace poco a una escritora que decía que ella también tenía derecho a contar una historia, aunque esta historia estuviese muy, muy quemada. Me recordó a cuando varias personas viven una experiencia y luego una la cuenta y la otra quiere narrarla también para añadir su propio punto de vista al respecto. Puede que la riqueza de las historias, en el fondo, por repetidas que estén o solo exista una (o unas cuantas), radique en quienes las cuentan. Neil Gaiman decía que lo importante del autor era su voz; cada uno de nosotros es único (con sus cosas buenas y malas) y nadie será capaz de contar como tú una historia si consigues desarrollar tu propio estilo.
Por ejemplo, puede que todos conozcamos La Ilíada, pero no conocemos La Ilíada contada por otra persona que no sea Homero… ¿O sí? Ahí tenemos La Ilíada parafraseada en leyendas, cantares de gesta, adaptaciones a otros medios… Cada autor añadió, añade y añadirá su propia visión de la Guerra de Troya y esto es aplicable a todo.
Desde hace
un tiempo, he estado trabajando en una saga (o novela larga) de fantasía épica (como otros autores llaman a sus historias en proceso proyecto lo que sea, yo llamaré a la mía Proyecto Imagina). En realidad,
llevo escribiéndola desde hace veinte años, pero ahora he vuelto a ella, aunque
sea de forma un poco intermitente. El deseo nace de quitarme la espina clavada
que tengo por no haber podido escribir nada del género y tener a estos
personajes rondando mi cabeza desde hace décadas, pero también porque dando la
picaresca en clase, comencé a darme cuenta de cómo esas historias conectaban
con mis estudiantes. Pueden pasar décadas, pero mi alumnado sigue disfrutando
de El Lazarillo de Tormes o El Buscón, por lejanos que les quede. Creo que hay
historias que no caducan y eso me hizo fijarme en Hamilton y Casanova, un
musical y una miniserie respectivamente, que hicieron que mi novela de fantasía
épica tomase una nueva forma: atraer elementos clásicos, jugar con historias ya conocidas y darles mi propia voz. Ese era mi objetivo.
Hace unos meses, vi Hamilton completo tras haber disfrutado un vídeo donde se analizaba todo este fenómeno. Eso me impulsó a dar una serie de clases de Lengua y Literatura donde intentaba que mi alumnado comprendiese que, aunque las historias puedan ser antiguas, pueden ser revisitadas y revividas, porque la pasión, el odio, la lucha… son inmortales. Pase el tiempo que pase.
Si algo nos dejó claro el compositor Lin-Manuel Miranda es que podía tomar la historia de uno de los padres fundadores de Estados Unidos, Alexander Hamilton, y contarnos su vida, pero no de un modo aburrido, sino a través de música, rap, pop, leitmotivs que recordaban a la ópera… y es así como la historia de un fascinante personaje histórico casi olvidado vuelve a la vida gracias a este espectáculo y hace que jóvenes y no tan jóvenes conozcan algo más de su pasado. Como vemos, hay artistas que, sin duda, son capaces de convertir a personajes reales o no en seres inmortales que conmueven y conectan con generaciones.
Por otra parte, esta semana he revisitado la miniserie Casanova, que fue un proyecto que acercó al guionista Russell T. Davies, al actor David Tennant, al compositor Murray Gold y a la cadena BBC poco antes de que dieran paso a una época gloriosa en la serie Doctor Who. Como su nombre indica, sigue la vida de Giacomo Casanova, un personaje histórico cuyo nombre ha dado lugar una palabra (como nuestro Don Juan) y que tuvo una vida colmada de conquistas amorosas y comportamientos estrafalarios al desempeñar docenas de oficios como escritor, abogado, médico, historiador, aventurero… Vaya, un ídolo del rock antes de que existiese el rock con el que T. Davies demostraba su habilidad para escribir a un personaje que lleva tiempo juntando polvo (juntando, que no lo contrario… ejem) en los libros de Historia y que, por obra y gracia de su narración, se adapta a nuestra época y vuelve a ser un icono. Quizá parte de la gracia de que sea alguien adelantado a su tiempo es que encaja perfectamente en cualquier momento.
Actualmente, nos obsesionamos demasiado con intentar innovar y desechar todos los clichés. Es uno de esos consejos que, al ser repetidos una y otra vez por los gurús literarios, parece cierto. No porque se remita mil veces una mentira deja de ser una mentira.
Una vez me dijeron que los arquetipos, los estereotipos, los clichés y los tropos no dejan de ser «estribillos culturales»; es decir, cuando los «escuchamos» nos transmiten seguridad porque sabemos por dónde sigue la historia o nos sorprende porque se juegan con ellos y nos ofrecen otra perspectiva. Sostengo que es tremendamente simplista desechar todos los clichés o las historias, pensando que la ruptura radical (a veces sin conocer las reglas para luego quebrarlas) garantizan una obra maestra (piensen en un bocadillo de jabón, ¿les parece innovador? Sí. ¿Vivirá para contarlo? No lo creo. ¿Lo hace bueno? No…).
Por tanto, opino que podemos jugar con estos elementos de la picaresca (que para algo la inventamos los españoles) y de Hamilton o Casanova (al fin y al cabo) para inspirarnos a la hora de contar relatos que, si bien contienen elementos comunes, no han sido contadas con nuestra propia voz. Si creen que es imposible, piensen en la vida de ese pobre que llega a lo más alto, un ser brillante que acaba siendo célebre, material de leyendas que no se llama Alexander Hamilton ni Giacomo Casanova ni Lazarillo de Tormes… sino Kvothe de El nombre del viento.
Tanto Hamilton como Casanova o los otros libros citados son poderosas historias que el público sigue disfrutando y que sostienen que, con un enfoque ágil, atractivo, atrevido, original y valiente (es decir, con una voz propia), se pueden seguir narrando historias que, por muy quemadas que estén, vuelven a estar vivas. Y yo, como la escritora con la que comencé este comentario, pienso que tenemos derecho a contarlas con nuestra única, irrepetible y particular voz. Es parte de la magia.
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