Uno de los primeros recuerdos que tengo de mi niñez es ver el vídeo de Smells like teen spirits de Nirvana. Siempre me ha acompañado. Hoy, 20 de febrero, Kurt Cobain habría cumplido años, así que aprovecho para rescatar una de sus biografías ilustradas que más me han gustado.
Portada de la obra Kurt Cobain. Una biografía de David Aceituno y David M. Buisán. Fuente. |
“Creo que lo malo de nuestra historia es que no hay una verdad lo bastante emocionante para una buena historia”.
Uno de los recuerdos más claros que tengo de mi infancia es estar rondando por una cuna o suicidándome tirándome al “vacío” mientras en la televisión veía el videoclip de Smells like teen spirits (la primera palabra que dije fue tonto, así que ya os imaginaréis qué se podía esperar de mí). No es de extrañar que aquel vídeo me asquease y me fascinase, como la vida. Años más tarde, sería uno de los himnos de mi adolescencia, esa época en la que estás cabreado con todo y con todos, y, durante ese tiempo, la figura de Kurt Cobain se iría convirtiendo en una especie de mártir del Club de los 27 del que forman parte otros artistas como Jimmy Hendrix, Janis Joplin o Amy Winehouse.
Hacer una biografía de un artista como Kurt Cobain no debe ser sencillo. Hace unos años tuvimos el complejo documental Montage of heck, que nos trasladaba a la vida marcada por la visión suicida y demente de un Cobain que no se rompió, sino que nació roto. Un caos audiovisual, una experiencia que nos vomitaba la vida pendiente de la eterna caída que fue la existencia de Cobain. Deudor de la voz, aunque no del estilo, es la biografía en formato de libro ilustrado, publicado por el sello Random Cómics (perteneciente a Penguin), elaborado por David Aceituno y David M. Buisán. Los dos autores realizan un cómic en primera persona donde recorremos la vida de un hombre dañado como lo fue Cobain.
Desde un hogar roto en su infancia hasta una adolescencia marcada por la soledad, llegamos a los primeros años de una vida adulta donde la depresión, la enfermedad y las drogas devastaron la carrera del ídolo que nunca deseó serlo; queda aquí el evangelio de la vida y muerte del mártir del grunge que detestaba el propio grunge.
El estilo de David Aceituno para recrear la voz de Cobain a partir de entrevistas y canciones hace que sintamos que leemos auténticamente a Cobain, mientras que las ilustraciones de David M. Buisán se adaptan a la perfección y de un modo realista, entre blancos y negros, recrea la vida de un artista condenado a una existencia gris, donde se mezclan los propios dibujos de Cobain, los videoclips, las fotografías, las canciones y los delirios de su enfermedad. Más que recomendable para los seguidores de esa poeta maldita, contradictorio, adicto y atormentado que fue Kurt Cobain.
Sin caer en el vulgar juego de Garth Ennis con aquel adolescente que se voló la cara de un tiro intentando emular a Kurt Cobain en el cómic Predicador, pero tampoco sin buscar una especie de mitificación mesíanica en torno a la figura del cantante, la existencia trágica de Kurt Cobain nos evoca a todos esos poetas malditos, a todos esos artistas clásicos que nos abandonaron demasiado jóvenes, como lord Byron o Percy Shelley, por hablar de entes contradictorios, autodestructivos y dados a las drogas. Puede que el ser humano siempre admire a aquellos que arden antes de apagarse lentamente.
Existe en la biografía de Cobain, por tanto, una insólita sensación de fascinación por alguien que sabemos que acabará consumiéndose. Que cada una de sus sobredosis o sus intentos de suicidio son solo prefacios o nudos (de una soga) que conducen a un desenlace ya conocido: a dejar huérfana no a una legión de fanáticos, sino a una hija, como hiciera el propio Ian Curtis de Joy Division. Él lo avisó, lo avisó en cada una de sus canciones y a modo de presagio, existe esa sensación trágica de un artista demasiado dañado para un mundo que cual maléfico Moloch vive de masticar, escupir o vomitar a héroes que nunca quisieron ser.
Muestra de las ilustraciones de la obra, hechas por Buisán. Fuente.
Vivimos soñando pesadillas, como
escribió Agustín Espinosa, y recordamos letras de canciones de Kurt
Cobain. Pensamos en cómo los artistas se destruyen, en cómo se justifican
en las drogas y el alcohol para sobrevivir al dolor. Decía Stephen King que
deberíamos apartar esos demonios de la visión artística, para curarnos en
salud: nada diferencia a un escritor o un artista de cualquier otra persona
cuando está echando hasta la última papilla por culpa del alcohol. O cuando
se deja los brazos como un colador en busca de nuevas autopistas para que corra
el caballo. Si tuviésemos una visión más sana del arte, quizá no tendríamos
tantos mártires, pero ¿quién sabe? Puede que las musas necesiten alimento y una
vez obedezcamos a la creación, nuestras propias vidas sean un buen pago.
O quizá es solo una justificación para todos esos que se han marchado demasiado como fue el caso de Kurt Cobain, nacido un 20 de febrero de 1967 y fallecido un 5 de abril de 1994, hace ya casi veintisiete años. Puede que cuando se voló la tapa de los sesos, matase a toda una generación consigo.
Pero la sangre nos salpicó a muchos. Me crie viendo a un futuro suicida cantar sobre el odio. Crecí con sus himnos sobre la pérdida burlona de una vida que no escatimaba en rabia y sufrimiento. Existo mientras leo sus historias y me entrego a las de tantos otros que partieron demasiado rápido, dejando el arte marcado con su sangre. Y recuerdo que, a veces, más vale arder que apagarse lentamente, pero ¡qué rápido arden y se consumen los artistas malditos! Brillan, brillan en nuestra memoria y como estrellas en un firmamento del agujero negro.
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