En esta columna de El Juntaletras contra el Mundo: uno de mis arrebatos nostálgicos y una de las explicaciones de cómo he llegado a ser lo que soy.
La mitología siempre ha formado parte de mis lecturas. Fuente. |
Tenía doce o trece años, pocos amigos y odiaba el patio de mi instituto.
Esa no es la definición natural de ser popular.
Es más, era raro entre los raros y eso no quiere decir que seas normal.
He de decir que los primeros años de mi adolescencia parecieron sacados de cualquier película deprimente de chicos marginales. Los siguientes fueron sacados de películas de acción y ciencia-ficción, pero eso os lo contaré otro día si me pagáis bien o me dais muchos besitos.
Da igual.
Imaginaos a un chico desgarbado con pelo estilo Harry Potter, camisetas de propaganda, pantalones de chándal, tenis baratos y voz demasiado grave para un chico en plena pubertad. Bien.
Yo no soy ese.
Yo seguramente era peor.
Sea como sea, me leí Harry Potter con once años (¡podía leer sin dibujitos! ¡Bien!). Me regalaron el primer libro un par de días antes de mi cumpleaños y recuerdo estar leyendo el capítulo del cumple de Harry el día antes de yo cumplir once. Que conste que sigo esperando la maldita carta de Hogwarts como sabréis.
Después de Harry Potter me embarqué en El Señor de los Anillos. Así que tres tochales que terminé antes de los trece años. Luego El Hobbit y El Silmarillion.
¿El efecto? Pasé toda mi juventud pensando que cuando volvía a mi barrio de clase obrera donde aún vivo estaba volviendo a la Comarca (o si tenía el día cinéfilo, Tatooine) y que al cumplir dieciocho años viviría locas aventuras fuera de ahí y… Bueno, algún día relataré todas esas extraordinarias aventuras que han hecho de mí un abuelo que solo cuenta batallitas con menos de treinta años.
Donde otros chavales a esa edad habían entrado en una vorágine de sexo barato y alcohol caro con alguna dosis de cannabis y un par de rayas para desayunar (o quizás todo era al revés), yo me había caído en una espiral de caballeros, montaraces, hobbits, dragones, señores oscuros y similares. No sé si es bueno que farde de esto.
Por aquel entonces necesitaba más literatura. Mientras que muchos de mis compañeros leían los ingredientes del champú con esmero y otros esperaban la película, algunos leíamos algo más que los libros que nos mandaban de clase. Quiero pensar que muchos sienten lo mismo…
Y como recuerdo que había dos furcias de segundo de la E.S.O. que se metían conmigo diciendo que querían besarme y como yo nunca me he dejado caer en los terrenos de Jezabel, me quedaba encerrado en la biblioteca durante los recreos, leyendo cualquier cosa que me cayese en las manos.
Eran días extraños.
Conocí a una de mis amigas porque ella estaba en otra clase y la primera frase que me dirigió en esa biblioteca fue:
— ¿Vino la profesora de Francés?
Desde ese momento, amigos.
En la ficción siempre encuentras grandes historias sobre cómo se conocen los personajes, pero en la realidad… también, aunque quizás solo sabes valorarlo tú.
Estoy divagando.
Hablamos de mí, idiotizado adolescente (ahora soy adultescente), tirado en la biblioteca, leyendo. Bien.
Sé que varios libros de mitología de mi instituto deben tener en su ficha de registro mi nombre si es que no la han cambiado. Recuerdo leerme varias versiones de La Ilíada y preguntarme por qué diantres cambiaba tanto. Me acuerdo incluso de obligar a mi hermana mayor a ir conmigo a ver Troya y parecerme un auténtico aburrimiento, porque entre que quería ir al baño y que no salía ni un maldito dios griego ni ninguna de esas cosas que molaban de la obra de Homero...
Hasta saqué un libro de mitología para inspirarme y crear mi propia mitología al estilo El Silmarillion.
Con menos de quince años.
Componía mis grandes sagas épicas a partir de todos aquellos ingredientes que había ido tomando. Aún conservo un mapa fantástico que creé con unos nueve años y sirvió de base para lo que vino después. Imaginad. Era Sid Vicious.
No importa.
Pasé los tres primeros años de instituto encerrado leyendo aquellos fascinantes libros, aprendiendo mitología griega y romana, esperando algún día saber más de la nórdica o incluso otras. En la clase de Cultura clásica, pregunté por qué no estudiábamos cultura nórdica o en Historia por qué no estudiábamos China o Japón. Quería saber más. Era realmente curioso en aquella época y adoraba Harry Potter, El Señor de los Anillos y mi primer amor Star Wars.
Hasta que vinieron las chicas, me volví loco y empecé a escribir otras cosas.
Cuarto de E.S.O. y bachiller, seguramente, se resuman en esa frase.
No, no esperéis una versión de la serie Misfits conmigo.
Básicamente, es que empecé a escribir otras cosas más ancladas en el mundo real, olvidé un poco las grandes gestas y la gente a mi alrededor parecía importante. Ya no me quedaba ni siquiera en la biblioteca. Prefería ser un chaval amargado de quince o dieciséis años. La versión de andar por casa de House como me definía aquel entonces (recordadme que os cuente algún día cómo decidí ser un buen chico).
Vaya, esta columna empieza a volverse erótica festiva cuando lo que pretendía era contaros cómo esa devoción por los mitos nunca ha desaparecido.
Mientras tecleo esto, a mi lado tengo cuatro enormes volúmenes recopilatorios de grandes obras clásicas. Tengo a Lewis Carroll con algo más que Alicia, tengo a William Shakespeare, luego al señor Charles Dickens y, por último, ese hombre que ni siquiera sabemos si existió, ese misterio que hace que los escritores como yo sigamos tentando a la tinta con una mirada que exige hijos literarios: Homero.
Estudié bachiller de letras puras, porque en parte soy un negado absoluto para las matemáticas. Recuerdo pasarlo bien en Griego y Latín porque me permitía regresar a aquella época en los que mis recreos estaban en el lugar donde castigaban a otros, incluso porque en Griego éramos seis, no había aula y alguna vez fuimos a la biblioteca.
Si os interesa saber lo viejo que me siento ahora, cuando fui a mi instituto hace poco a dar una charla, pregunté dónde se daba ahora “Griego” y me dijeron que en su clase. Ya no se da en un aula prestada. Fue horrible, ¡me acordaba de aquellos chavales de Griego que robaban el xilófono en medio de clase para componer una banda sonora digna de una película de serie Z!
Sin embargo, pasa el tiempo. Los años se vuelven brisas que saben a semanas. Todo va más rápido y, a veces, mi mente colapsada por tantas cosas extrañas, dulces o dolorosas, encuentra escapatoria en la fantasía, en aquella carta de Hogwarts que nunca llegó, en aquel Gandalf que nunca lanzó sus fuegos sobre mi casa, aquel R2 que nunca vino a mi puerta con un mensaje de una princesa secuestrada.
También viajo lejos cuando recuerdo la cólera de Aquiles, el poder de los gigantes enemigos de Thor y tantos otros viajes lejanos ya fuera por libros, películas, cómics, música…
A veces, sigo refugiándome en la biblioteca. Solo que ahora está en mi mente. Solo que, en ocasiones, está en mis palabras. Solo que tengo todo a una tecla de distancia.
Nuff said.
Muy buenas lecturas para empezar. Es para imaginar todo eso. Interesante lo de conocer a las chicas, algo que también sucede en esas gestas.
ResponderEliminarLo que no comparto tanto es lo de querer escribir sobre lo anclado en el mundo real. La verdadera realidad es de lo más extraña. Aunque indagar sobre esa realidad puede ser un buen proposito.
Y concuerdo con que Troya comete del disparate de omitir la mitológico. ¿Donde está Tetis, la madre de Aquiles? Falta Apolo descargando la peste contra los griegos, que le da sentido a lo de Briseida y Criseida.
¿Y donde está el anillo de Green Lantern que no llega? Si yo tengo voluntad e imaginación para usarlo.
Saludos.
Me alegro de que te hayan gustado estas primeras lecturas y también todo lo que comentas sobre la ciencia ficción y el legado de los mitos en los cómics.
EliminarMi cambio hacia la vena realista que sufrí poco después de esa época me hizo enamorarme más de lo fantástico, pero sin olvidar la humanidad de los personajes. Tal vez eso no lo habría podido aprender de otra manera, así que lo agradezco.
¡Gracias por tu comentario!
¡Que entrada tan interesante! Me he ido sintiendo cada vez más identificada a medida que iba leyendo. Creo que crecimos más o menos en la misma época, y aunque no leímos los mismo libros si que es bastante similar lo que pensábamos y hacíamos. Estábamos tan cómodos en el mundo literario que intentábamos que nuestro mundo real se pareciera un poco a ese que veíamos en las hojas.
ResponderEliminarTambién estudié el bachiller de letras puras por las mismas razones que tú y además en mi clase de griego éramos solo cuatro alumnas en un aula prefabricada que ya no sé si existe.
Por cierto, me temo que también entro en la categoría de adultescente jajaja.
Me ha encantado leer este texto y me ha hecho que recuerde como yo llegué a ser quien soy ahora, con sus cosas buenas y malas.
Un placer leerte.
Saludos.
Si creciste durante los ´90 y la primera década del 2000, amiga, ¡eres de mi generación! Una a la que, curiosamente, no me arrepiento de haber pertenecido.
EliminarY sí, nos parecemos bastante. Recuerdo con mucho cariño la asignatura de Griego. En la PAU conseguí aprobar el examen con un sobresaliente alto sin sacar el diccionario. Fue genial :)
¡La categoría de adultescente debe ser reivindicada! No lo suficientemente niños como para subirnos a la atracción de un parque sin que nos pongan una multa ni lo suficientemente mayores como para que conozcamos a todos los presentes en un cementerio. Somos geniales.
Me alegro de que te haya gustado esta columna, espero retomar la sección muy pronto. Vuestros comentarios son ánimos.
¡Gracias por tus palabras!