Ayer hablaba con un amigo sobre la educación y cómo ver los entresijos organizativos de un centro te hacía darte cuenta de cómo hemos caído en un sistema viciado donde los principales perjudicados son los estudiantes y, por tanto, nuestro futuro. No enseñamos para que las próximas generaciones sean como la nuestra, enseñamos (y aprendemos) para que sean mejores.
El problema es cuando el propio sistema degenera a partir de leyes promovidas por lobbies y otros intereses que no hacen más que resucitar la idea del “pan y circo”, ya sea desde la doctrina antigua de “la letra con sangre entra” o la doctrina “moderna” del “happy flower con citas de peces que suben a árboles que Einstein nunca dijo, pero diremos que sí por quedar bien). Lo seguro es que el alumnado es la víctima y a nosotros, los profesores, no nos queda otra que intentar cambiarlo desde dentro, aunque a menudo parezcamos Sísifo cargando con una roca de burocracia, mentiras y desprestigio.
Dada esta negatividad (que siempre me ha acompañado y siempre me acompañará, pues ¿qué compañera hay más leal que la duda?), me puse a leer Escuelas creativas de Liu Aronica y, sobre todo, Ken Robinson, que siempre me pareció un señor muy sensato más allá de su charla de TED (Las escuelas matan la creatividad) en la que se basa el máster de profesorado (no en seguir sus ideas de cambio, sino en ponértela para llenar horas y no tener que currarse un máster habilitante que vale más de 1000 euros, no vaya a ser que la universidad se vuelva accesible).
Y me encontré con esta cita al abrir el libro. Y cada día, estoy más convencido de esto. No tanto de las connotaciones negativas de la “civilización” (término discutible), sí de esa carrera entre educación y catástrofe. Y no me gustaría decir, como profesor, juntaletras o hijo del sistema educativo, la que va ganando…
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