El payaso Arrugas se gana la vida esperando una llamadita. Pobrecito... Fuente. |
Esta columna la escribe alguien que vivió su niñez pensando que uno de sus vecinos era el Hombre del Saco así que entiéndase que sé de lo que hablo.
Por algunos comentarios que leí hace poco sobre él, me vi el documental de Wrinkles el payaso. Si en el pasado nuestros padres nos amenazaban con el Coco cuando nos portábamos mal, ahora llaman a un payaso para que aterrorice a sus hijos y nuestro colega Wrinkles se aparece para que el crío se lleve un trauma de por vida (que de algo se tiene que mantener la psiquiatría). En resumen, la magia de nuestra era tecnológica y el maltrato psicológico infantil llevados a su paroxismo.
El documental (disponible en Filmin) habla sobre el origen de Arrugas, el folclore digital de las leyendas urbanas como Slenderman, por qué los payasos nos aterrorizan (quizá sería más lógico hacer lo contrario: explicar por qué no deberían hacerlo…), repasan al asesino en serie real que trabajaba de payaso, nos hablan de algunos payasos terroríficos de la ficción (como el amigo Pennywise), un pobre payaso real intenta transmitir buen rollo y solo consigue dar más miedo que Arrugas, entrevistan a padres, niños, psiquiatras… y, al final, el director del documental se lo carga todo por hacer un quiebro y jugar con la idea de que esto es ficción, esto es real y cada uno crea lo que quiera. Un giro “valiente”, pero torpe, que me hace dudar de los pocos atisbos de realidad que he creído ver en una propuesta que va sobre cómo los monstruos ficticios se nos van de las manos.
Hola, señor. ¿Me podría dar trabajo? Fuente.
Más allá de todo esto, me
quedo con los padres del documental. Todos son horribles. Sí, sí. Si ser
profesor hace que surja a tu alrededor la idea de que no todo el mundo debería
tener hijos (es broma), el documental te lo demuestra con esos padres que les
dan de todo a sus hijos: móviles, acceso a YouTube, tabletas… y se olvidan de lo
importante: cuidarlos y criarlos. ¿Es absurdo? Cuando uno escucha a uno de
estos padres llamando al payaso para que sus hijos dejen de darle la brasa, uno
siente que lo que tendrían que llamar es a los servicios sociales y el payaso
se tendría que llevar a los padres en un remedo con algunos cambios del demonio
de Sinister. No es extraño que haya críos que pierden la cabeza
por cosas como Slenderman o Momo cuando sus padres
pasan de hablar con ellos. Desde el pequeño psicópata que le encanta hacerse
pasar por el payaso hasta la cría que acosa telefónicamente a sus compañeras de
clase fingiendo ser nuestro Arrugas, uno asiste perplejo a esa sucesión de
llamadas en las que la gente usa al payaso como blanco para insultos, amenazas
y comentarios dignos de unos pequeños perturbados que necesitarían ayuda
psicológica, pero cuyos padres prefieren regalarles la Play 5 y dejar que hagan
lo que quieran. Además, todo esto en Estados Unidos, más concretamente en
Florida, donde una cría puede llamar y decir que su padre tiene una escopeta y
te puede matar en cualquier momento por ser el payaso malo. ¿Y lo peor? Que seguro que tiene esa escopeta. Maravilla. Ese es el
aspecto más interesante del documental, pero se tambalea por no saber qué
quiere contar exactamente. Al final, son más monstruosos las personas de a pie
que los monstruos propiamente dichos.
Más por morbo que otra cuestión (el documental no da mucho de sí), ese payaso digital, ese monstruo, ese proyecto de trolear a la gente, nos transmite más ternura en su visión ficticia (o real) que miedo. Imagínese ser un payaso infernal y tener que esconderse tras arbustos o debajo de la cama cada noche (mire, para eso, mejor morirse). Lo preocupante es que todos hemos querido jugar con el fuego cuando éramos críos, pero me temo que, cuando son los propios padres los que crean una generación altamente deshumanizada, nos enfrentamos a una sociedad que está más enferma que ese pobre payaso que ponía anuncios para sobrevivir y dar un susto de vez en cuando.
Dicen que la realidad siempre supera a la ficción. Me temo que, en ocasiones, la realidad es más terrorífica que la ficción. La tenemos que aguantar siempre y, cuando nos toca algo de ficción, siempre la ensuciamos con los atisbos de lo peor de nosotros mismos.
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