Crítica La noche que llegué al castillo: el rastro de sangre de Carmilla

 

Portada de La noche que llegué al castillo.

«Sentía aún su presencia. Como una vena palpitante. Como un aliento contenido… que escapa despacio por entre los dientes apretados»-Emily Carroll, La noche que llegué al castillo.

El paso del tiempo en la vida genera un vértigo de muerte. Hace unos trece años que leí por primera vez Carmilla de Joseph Sherian Le Fanu, una lectura a la que he vuelto constantemente, ya sea por la cautivadora prosa del escritor o por la fuerza de esa historia de amor entre una joven mortal y una melancólica dama que no puede morir. Al leer La noche que llegué al castillo (When I arrived at the castle) de Emily Carroll he encontrado una reformulación de ese encuentro desde una perspectiva en que la víctima y el monstruo cruzan la fina línea que les diferencia en pos de la adicción, ya sea a la sangre o a la tentación.

El horror y lo visceral toman forma en La noche que llegué al castillo. Fuente.

La noche que llegué al castillo es una obra que juega entre el cómic y la novela gráfica, con el blanco, el rojo y negro como los colores que nos conducen hasta la tormentosa noche en que nuestra protagonista (con rasgos felinos... y recordemos la importancia del gato en el terror) llega al siniestro castillo de la condesa, una noctívaga que hace de la tentación su principal arma contra las almas en pena que alcanzan sus dependencias. 

La carga metafórica aparece desde las primeras páginas y se ve matizada con los relatos que cuentan las puertas sanguinolentas del castillo. Es indudable que encontremos ecos de estas historias dentro de la historia principal, añadiendo capas y nuevas lecturas hacia un final tan precipitado como la caída por una escalera de caracol, como despertar tras una pesadilla. 

En La noche que llegué al castillo, la inocencia de la Laura y la Carmilla de Joseph Sheridan Le Fanu es sustituida por la visceralidad de la sangre, el sexo y la muerte en una visión posmoderna sobre el clásico, que, a su vez, bebe del terreno onírico y el terror moderno. Al fin y al cabo, puede que la historia, al final, como en un sueño, sea lo de menos frente a la imagen. 

A través de la voz en off en primera persona y los planos subjetivos, nos convertismo con nuestra protagonista en la voyeur de este relato vampírico. Fuente.

Sangre, dolor y autodescubrimiento acompañan cada una de las páginas de esta obra de Carroll que forma parte de mi estantería de cómics que abrazan las tinieblas en sus historias. Como señalan otros críticos, La noche que llegué al castillo une a autores tan variados como Bram Stoker, Edgar Allan Poe, Joseph Sheridan Le Fanu, Shirley Jackson, Angela Carter y Guy de Maupassant. Podemos ver a las damas mortecinas de estos autores en descripciones como: «Sus mechones negros ondulaban serpentinos. Y sus pasos no hacían el menor ruido. La quietud emanaba de ella como un resplandor. Qué estupidez entrar así en su guarida. Qué estupidez seguirla. Qué estupidez viajar bajo la lluvia, hasta el castillo, planear lo que planeé. Pero… Llevaba tanto tiempo, tanto, imaginando su morada…»; el uso de la voz en off también nos permite, en primera persona, admirar lo lúgubre de la existencia de una protagonista que nos sirve de ojos ante esta siniestra fantasía colmada de horror y erotismo donde castillos, laberintos, espejos, puertas y sangre nos conducen al delirio. 

La atmósfera que creaban los genios anteriormente citados con sus palabras se ve reconvertida a través de las imágenes surgidas de Carroll, pero que beben la sangre de Jean Cocetau, Takato Yamamoto o las películas de la Hammer. Emily Carroll opta por dibujos a página completa donde, como una camarógrafa, concibe viñetas, formas tras la cerradura, puertas que revelan secretos y rupturas que sumergen en un ambiente pesadillesco al lector.

La noche que llegué al castillo nos recuerda la transformación constante de la figura del chupsangre. Y es que el vampiro no puede morir, aunque nos precipitemos por ese vértigo mortal que supone la memoria. Ni siquiera puede fenecer aunque cambie su piel. Ni siquiera entonces.

Emily Carroll nos propone una pesadilla que mezcla deseo, vampirismo e identidad. Fuente.

 

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