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Mientras ella piensa en lo que está a punto de hacer, su mente la traiciona y la lleva a cuando sólo era una niña que siempre quería salir de casa, porque nunca le dejaban…La falta de piedad y el lloriqueo del presente se desvanecen.
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Vivía con su padre en una casa pequeña de una ciudad deprimida, que la puedes llamar por mil nombres. Su padre era un buen hombre, siempre se portó bien con ella y la educó correctamente hasta que llegó el día.
Su padre siempre quiso que no saliese de casa, porque fuera no había nada seguro en una ciudad asquerosa, moribunda y criminal. No era una ciudad para una niña, por eso su padre intentaba como podía conseguir el dinero para marcharse de allí, trabajando noche y día.
Ella suponía que lo que le pasaba a su padre, básicamente, era que estaba siendo sobreprotector. La madre de la niña había muerto por culpa de un hombre malo. Su padre no quería que se repitiese con su hija como víctima.
Por eso, vivían en un lugar en las afueras, cerca del río que bordeaba la ciudad, pero aún así, aquella metrópolis los miraba ansiosos y su maldad se extendía hasta ellos.
Hay una clase de niños que siempre obedecen a sus padres, tengan lógica o no sus mandatos, son fieles siervos de los que los hicieron nacer… Aquella niña no era uno de esos niños.
Una noche, tocaron la puerta.
Fue esa noche.
Eran hombres extraños. De uno sólo recordó una cicatriz cerca del ojo, del otro que tenía ojos de rata. Había un tercero que temblaba, lloriqueando. La niña encontró a los dos hombres terroríficos, al tercero gracioso: un adulto llorando, qué triste.
Su padre cogió el abrigo, fuera nevaba, y le dijo a su hija que no se le ocurriese salir de casa, que iba a hablar con sus amigos un rato y pronto volvería, en menos de lo que esperaba.
La pequeña siguió a los cuatro mientras se dirigían al cercano río, con una débil capa de hielo encima.
El hombre que lloraba fue arrojado a la orilla, intentó decir algo, pero el hombre de la cicatriz le pidió silencio, el de los ojos de rata miró al padre.
Fue rápido.
El padre sacó algo y hubo un estruendo.
Fue un revólver lo que sacó y el estruendo fue un disparo a quemarropa.
El cuerpo del hombre que lloraba cayó al hielo del río y desapareció en él, tiñéndolo del rojizo de la sangre. Las aguas se lo tragaron.
—Hemos cumplido el trato– dijo el hombre de la cicatriz al padre–. Eras tan bueno asesinando que nos habías quitado todo el negocio.
—Te hubiéramos matado si no hubieses sido tan bueno– susurró el tipo de los ojos pequeños–. Menos mal que nos contaste toda esa mierda de que sólo buscabas al asesino de tu mujer. Aquí lo tienes. Está muerto. Deja esto, ya tienes dinero suficiente de todos los que te cargaste para llegar hasta él, ¿vale? Tienes una hija, cuídala.
—No te atrevas a nombrar a mi hija por tu asquerosa boca, rata– dijo el padre, apuntando con el revólver. Sentía que, sin pretenderlo, aquello se había convertido en una obsesión.
— ¡Joder! ¡Tu puta hija!– exclamó el hombre de la cicatriz señalando a los árboles cercanos, entre la nieve.
De forma automática, como su arma, la pistola del padre disparó y atravesó la cabeza del tipo de los ojos pequeños. Antes de que el de la cicatriz fuese capaz de sacar su arma, ya estaba con una bala entre las cejas. El padre arrojó a los dos al agua del riachuelo, esperando que se los llevase el agua.
El padre pensó en tirar su arma, pero le había cogido cariño. Antes de limpiar, miró hacia los árboles.
Allí vio a una cría en el suelo, paralizada, sin poder creerse lo que había visto. Su hija. Joe Cicatriz no había insultado a su hija, sólo la había visto y avisado de su presencia, pero matar para el padre ya era algo instintivo.
—No, no… No deberías haber esto… Sólo me… vengaba… Era mi nuevo… trabajo…
Ella no le volvió a hablar. Se marchó un día, sin querer saber de él, presa de aquellas pesadillas del trabajo. Su padre le había mentido.
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Pensaba en el pasado, ahora su mente la lleva al presente cuando se ha convertido en aquello que desde pequeña sintió que debía ser:
—Padre, sólo es mi nuevo trabajo.
Y el revólver disparó y el cadáver cayó a un río lleno de muertos.
—Me mentiste.
Ella nunca debió salir de casa.
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