Todos nos conocen. Ella es preciosa. Despierta cada mañana con dulzura, aunque no sé si alguna vez duerme. En sus labios se dibuja la sonrisa de mil estrellas. Cuando se levanta del lecho que compartimos, siento que nunca ha llegado a acostarse, a yacer con algo tan miserable como yo. La amo y sé que, pese a lo que yo sea, ella me ama.
Ambas tenemos sentido por nuestra mera existencia. Ella es la buena, para siempre. Sus pies descalzos avanzan por la tierra devastada. Camina como una pequeña princesa. Cada vez que toca el suelo, la hierba brota y se convierte en enormes y espléndidos árboles. Gira sobre sí misma, danzarina, y el mundo se ilumina con una fuerza radiante.
—Ven a por mí– canta, feliz.
La persigo con mi horrible presencia. Ella nunca me juzga, sabe que, al fin y al cabo, todo lo que vale es porque yo existo. Nunca duermo por ella. Mis labios esbozan la tristeza y mis ojos se quedan sin luz alguna. Me siento privilegiada por conocerla. La amo y sé que, pese a lo que yo sea, ella me ama. Ambas tenemos sentido por nuestra mera existencia. Yo soy la malvada, para siempre. Mis pies huesudos caminan por su tierra, de eterna primavera por ella. Cada vez que los piso, la hierba, las flores y los árboles quedan devastados. Cuando miro a los lados, el cuelo se oscurece y cualquier abismo de su luz se convierte sólo en un abismo.
— ¿Tengo otra opción?– preguntó, triste.
Todos nos conocen.
No importan las respuestas a mis preguntas, verla es suficiente.
Quizás ella piense lo mismo de mí.
Hasta yo soy un poco de ella, al igual que ella es un poco de mí. Nos conoces. Todos nos conocen.
Ella es vida.
Yo soy muerte.
Y nos sentimos felices de conocernos…
Y de conocerte.
Te queremos.
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