Relato: La vida de la jetset va a matarte



No sé ni dónde ni cuándo
Querida:
Sé que nunca fui un millonario, pero tú tampoco eras una amante del dinero. Tú preferíais creer en otras cosas, como en que yo fuese tu bohemio y tú serías mi musa, que todo nos iría bien, porque el amor es un buen alimento y refugio. Fui un idiota ¿sabes? Porque llegué a creérmelo.
Pensaba que nos amaríamos hasta el crepúsculo de nuestra existencia o alguna basura de esa que nos gustaba a los románticos. Poco importaba un billete aquí o una moneda allá si, en un chispazo, nuestros labios se encontraban. No necesitábamos una cama cómoda con dosel ni una mesa lujosa con dibujos en oro. Sólo nos necesitábamos a nosotros.
Me equivocaba. Sólo yo te necesitaba a ti. Tú necesitabas cosas más caras.
Eras mi razón para vivir, para creer que saldríamos de las calles, que yo dejaría de ser un arrastrado y tú su compañera, que podíamos ser algo más… Pero eras diferente. Todo acabaría siéndolo.
Pedíamos misericordia en viejas calles que ahora recorres en un carruaje. Más bien, yo pedía y tú me abofeteabas si no conseguía lo suficiente y, claro, para ti, maldita, nunca era suficiente. Una dama voraz, eras eso.
Y aún te quiero.
Hay que ser idiota…
Siempre fui idiota.
Te miro ahora y me pareces repulsiva. ¿Piensas que ese hermoso vestido de boda te queda bien? Sólo eres la misma vagabunda que encontré y que me abandonó. Un perro vagabundo, pero que ahora tiene un collar… Con un par de quilates, pero ¿qué más da? Los quilates adornan, no dan amor más que a la mentira del lujo.
Sigues manchada, sigues sucia por lo que verdaderamente eres.
Te aplauden. Tu marido te sonríe. Tú le devuelves la sonrisa. No me ves entre el gentío, pero yo a ti sí.
No sabes lo que siento al verde, maldita sanguijuela de dulces ojos negros.
¿Y si estoy delirando?
¿Cómo todo se ha podido ir a la basura?
Soy imbécil.
¿Cómo puedo seguir amándote después de que hayas escupido lo que te di, después de que te hayas aprovechado de mí?
Tengo cinco peniques, garrapata mía.
Es todo lo que me dejaste.
Eso y un fantasma de ti.
Me da suficiente para comprar este veneno.
Gracias, querida.
El matarratas funcionará.
Siempre fui una rata. ¿No?
Te advierto: la vida de la jetset va a matarte, aunque me pregunto si ya no te has matado a ti misma viviendo la vida de otro.
Me es incierto.
Ya noto como la garganta empieza a calcinarse. Es el momento. Entonces me doy cuenta… La vida de la jetset me está matando incluso a mí y eso que sólo era un pobre arrastrado.
Es el sabor de la agridulce muerte en las calles.
Sabe a tus besos.
Gracias por el veneno.
Un vagabundo

El carruaje se acercaba a la iglesia. Todos esperaban a la novia que llegaba tarde, pero aquella descendió leyendo una carta. La acompañaba un mozalbete que trabajaba en la morgue y le llevó una nota. ¡Qué desfachatez! ¿Cómo se les ocurría relacionar a una mujer como ella con un muerto de hambre como aquel?
El muchacho pidió audiencia y ella lo recibió. ¿Por qué? Ni la dama supo por qué de tanta clemencia. Quizás fuera el destino que lo deseaba más que ella misma.
La novia leyó la nota.
Lo hizo porque, tal vez, ella seguía sabiendo lo que era realmente: una mujer pobre, que podía adornarse con muchas joyas, pero que seguía siendo una miserable. Un espíritu pobre, un montón de basura brillante.
—¿De qué murió?– preguntó la dama al chico de los mandados–. ¿Envenado?
—No, señora– contestó y notó cierta sorpresa en ella–. Tuberculosis. Seguro, señora. Sus únicas pertenencias era ropa sucia y esta petaca, ¿la quiere, señora?
—Será un buen recuerdo, gracias. Toma una propina y vete.
Una vez se marchó, la mujer contempló la petaca.
Ella siempre insistió en que la empeñasen, sacarían algo de dinero, pero él no quería porque perteneció a su padre, un héroe muerto en la guerra. En una guerra cualquiera cuyo nombre ella no conocía ni por asomo y la verdad es que tampoco le interesaba demasiado.
Observó la petaca.
Siempre estuvo vacía.
Pero al moverla, notó que había algo dentro.
Entonces lo comprendió. Ella pensó si sería una trampa de él, si no habría mandado a aquel muchacho a atormentarla y hacerla caer, pero… No, él siempre fue demasiado bueno como para hacerle aquello.
Y la carta estaba llena de pequeñas gotas de sangre entregadas por la tos de un moribundo.
Entonces, la idea fugaz tomó demasiada importancia. La vida de una rica era buena, sólo debía ir al altar y decirle “sí” a aquel estirado ricachón y sonreírle a su rancia familia. Sería fácil…
Quizás.
Se colocó su velo y ahogó las lágrimas. Siempre lo conseguía.
Una viuda a punto…
Lo hizo.
Una viuda a punto de casarse…
Tomó un trago y, de camino al altar, cayó muerta.
Una viuda a punto de casarse para ir a su entierro.
Había que reconocerlo: era, por cinco peniques, un buen veneno y le daba trabajo al pobre chico de la morgue. La vida (o la muerte) de la jetset siempre se lo daba.

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