Era primera hora de la mañana, la misma que adornaría los medios de comunicación, ansiosos de rellenar un par de columnas, unos minutos de voz, otros de sonido… Era una mañana inolvidable.
Después de cambiarse de ropa, darse una agradable ducha y ponerse un vestido que realzaba su figura perfecta, se marchó. Se dirigió fuera. Era hora de irse.
La vieja vecina, detrás de la cortina de su sucia ventana, miró a la joven. La muchacha era alta y delgada como una modelo, caminaba con el estilo de una estrella de cine. Lucía una sonrisa demasiado inocente como para llevar un florido vestido tan corto. Las sandalias hacían un leve ruido, mientras se alejaba del viejo edificio. Su cara redondeada parecía brillar con sus ojos castaños. Sus pecas se disimulaban con su melena rojiza, movida con la fuerza del viento de la mañana. Para la vecina, era pecaminosamente hermosa.
La joven se giró. Vio a la vecina. El corazón de la anciana latió con demasiada fuerza. Los ojos la paralizaron, la de la que no hacía mucho que había dejado de ser una niña. Entonces, la muchacha, sin dejar de sonreír, la saludó amablemente:
— ¡Buenos días!
La señora hizo un amago de saludo, aún asustada. Luego pensó que la joven le recordaba a ella. Ojalá dejase de tenerle tanta envidia a esa muchachita, que le recordaba a ella de joven. La había querido odiar porque era todo lo que ella ya no era: joven e inocente. La anciana respiró profundamente… En fin.
Más tarde, cuando la anciana descubrió una bolsa de basura dejada fuera de un portal de uno de aquellos vecinos extraños que nunca salía, la policía llegó. Alguien se entregó en comisaría. Dentro de la bolsa encontraron lo prometido por la persona que se dejó detener: el cadáver de un anciano.
Las autoridades no tardaron en descubrir que aquel hombre mayor y solitario, antaño no lo fue. Le gustaba estar con gente, especialmente si eran niños e incluía estar encerrados en una habitación oscura y sin nadie, absolutamente, nadie más que la inocencia y él.
Aquel vejestorio siempre consiguió escapar, excepto de su asesino. Quien lo mató le hizo sufrir durante horas con cortes bañados de alcohol y gasolina, quemando partes de sus cuerpos y haciendo cortes de navaja, antes de avanzar hasta la mutilación. El señor mayor murió por el dolor de las heridas, no por ellas en sí mismas.
Su sangre, cuando la bolsa de basura negra se abrió como un libro aquejoso, bañó el suelo y las escaleras. Lenta, muy lentamente, con el movimiento sensual de la sangre.
El asesino del anciano, por cierto, era una chica. Una antigua víctima que vivía obsesionada con su agresor, que nunca pagó por su crimen. Era una chica que lucía siempre una sonrisa, pecas, una melena pelirroja, un vestido corto florido y sandalias que apenas hacían ruido.
La anciana vecina, que la viese marcharse esa mañana, que la perdonó en silencio por ser lo que la vieja ya no era y encontrar el cadáver, dijo a los medios de comunicación:
—Parecía una chica muy normal… Me dio… Los buenos días… Parecía… una buena persona.
Y es que la chica no sólo sonreía porque se había librado de su pasado con sangre, aunque así lo sellaba para siempre, sino también porque quería ser una de aquellos criminales que sus vecinos siempre decían:
—Era muy normal. ¡Siempre me daba los buenos días! No podía esperarlo. Parecía una buena persona.
Desde luego, fue una primera hora de la mañana excelente para adornar los medios de comunicación, ansiosos de rellenar un par de columnas, unos minutos de voz, otros de sonido… Era una mañana inolvidable.
O quizás, tan solo, una mañana más.
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