Drácula haciendo amigos como él bien sabe. Fuente. |
"Me gusta la gente".
Aquellos que llevamos ya unos años conociendo (amando u odiando) el trabajo de Steven Moffat y Mark Gattis nos hemos acostumbrado a que estos dos afamados guionistas sean aficionados a dar el triple salto con tirabuzón en sus historias para así demostrar que son los más inteligentes de la clase. En muchos capítulos de Doctor Who o Sherlock les ha salido bien, dejándonos atónitos y haciendo que el espectador aplauda (el final de la quinta y décima temporada del Doctor, las tres primeras temporadas de Sherlock...); en otras ocasiones, sin embargo, el resultado ha sido bastante cuestionable (por ser amables) y ha recordado más al concepto de "saltar el tiburón" (la última temporada de Sherlock, con hermanas secretas salidas de por ahí, sería un grandísimo ejemplo).
Mientras juzgamos si el salto del segundo capítulo que han hecho de su serie basada en Drácula ha sido acertado o no (para eso deberemos ver el tercer y último episodio), por ahora podemos decir que los dos escritores han buscado rellenar los huecos o ampliar lo que en la novela Drácula se resumía en un par de párrafos. En el primer capítulo (The rules of the beast) el argumento fue la estancia de Jonathan Harker en el convento donde es socorrido por unas monjas que consiguen que el joven abogado regrese de los muertos tras escapar del castillo del conde. En el segundo episodio (Blood vessel) tenemos una profundización en la trama del barco Deméter, donde el maléfico rey de los vampiros llegó a Whitby no sin antes sembrar el terror y la muerte en dicho navío (relato clásico que bien se presta a ser adaptado y que, con los años de cine y ficción, nos evoca a esas historias dignas de Alien, el octavo pasajero).
A lo largo del segundo capítulo, Moffat y Gattis rinden homenaje a las historias de vampiros cinematográficas (con la Hammer como principal referencia), sin olvidar al chupasangre literario (El vampiro del escritor John William Polidori, el "abuelo" de Drácula, da nombre a uno de sus personajes), pero también juegan, sobre todo, con las novelas de Agatha Christie como Asesinato en el Orient Express. Ellos han resucitado a Sherlock en el siglo XXI, ¿cómo no seguir con el juego? La cuestión es que aquí sabemos la respuesta de quién es el asesino y, pese a que dura más de una hora, poco cariño le cogemos a unos personajes que no despiertan demasiada simpatía, ya sea por lo poco explicados que están, la estupidez de sus acciones o lo forzado de alguna interpretación... o será que nuestro conde hace que nos pongamos más bien de su lado con un Claes Bang fantástico, nacido para ser el Drácula sucesor de Christopher Lee: sádico, cruel, sanguinario.
Por suerte, sigue siendo entretenido y nos deja algunas perlas como el descubrimiento de por qué los vampiros temen a la cruz o cuál es el auténtico juego de un Drácula que ve a las personas como botellas de vino o flores que debe recoger. Es en esos puntos donde la trama resulta más subversiva, como tuvo que resultar la novela en su momento, por mucho que surgiese de la pluma de un católico escritor irlandés.
Al final del capítulo es cuando aparecen las dudas. Más allá de las ideas tontas de los personajes (como en casi todas las obras de terror... y en la vida misma), llega un salto de vértigo con el que los guionistas buscan impactar a falta de resolver un capítulo final que nos recuerde que el conde no puede morir. Lo que no nos cabe duda es que el tercero episodio será el que deje libre al murciélago o ponga el clavo de su ataúd.
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