Ilustración que aparece en varias de las cubiertas que ha tenido Momo a lo largo de los años desde su publicación. Aunque ha pasado el tiempo, la obra de Michael Ende sigue siendo más que extrapolable a nuestros días. Fuente. |
"[...] Y encima sucedía otra cosa que Momo no acababa de comprender muy bien. No había comenzado a suceder hasta hacía muy poco. Cada vez era más frecuente que los niños trajeran todo tipo de juguetes con los que en realidad no se podía jugar, como, por ejemplo, un tanque teledirigido que podías hacer circular por todas partes, pero que no servía para nada más. O un cohete espacial que volaba en círculo unido a un cable, pero con el que, por lo demás, no se podía hacer otra cosa. O un pequeño robot que deambulaba por allí, tambaleándose con los ojos encendidos y girando la cabeza, pero que no tenía ninguna otra utilidad.
Esos juguetes eran tan perfectos hasta en los más mínimos detalles, que uno ya no tenía ninguna necesidad de imaginarse nada. Así que los niños a menudo se pasaban las horas sentados mirando embobados, aunque aburridos, esos juguetes que deambulaban o se tambaleaban o dab vueltas, pero no se les ocurría nada más. Por eso, retornaban de nuevo a sus antiguos juegos en los que bastaban un par de cajas, un mantel roto, una topera o un buen puñado de piedrecitas. De ese modo podían imaginárselo todo".
Michael Ende, Momo.
Si algo aprecio de algunas obras dirigidas para el público juvenil (aunque detesto esta consideración, creo que no deberíamos pensar así) es que estén bien escritas y que tengan un trasfondo extrapolable a cualquier contexto. No digo que su fin sea únicamente lúdico o con una moraleja metida a calzador, creo que también se puede disfrutar de una buena historia y una buena aventura, que no tiene que estar reñida la enseñanza con el entretenimiento; es más, la combinación de ambas hace las grandes historias.
No obstante, esto ya funcionaba con los cuentos tradicionales de Andersen o Grimm, que solían ser metafóricas advertencias, fábulas sin animales en algunos casos (o con ellos, como en Narnia), que nos recuerdan la importancia real del mundo. Autores más modernos como Neil Gaiman en Coraline o Clive Barker en El ladrón de días también lo han hecho.
Y he aquí que leyendo este pasaje de la obra Momo de Michael Ende (obra que llevaba demasiado tiempo en mi lista de pendientes), he podido encontrar ecos trasladables al mundo actual de los móviles y el abuso de algunos jóvenes. No sé si será por mi espíritu Black Mirror, mi temor al desapasionamiento de los jóvenes y la pérdida de su humanidad denunciada por Ray Bradbury en muchos de sus escritos o por haber olvidado que nuestra generación estaba enganchada a la Game Boy, pero cuando recorro el recreo y veo a todos esos chavales con las cabezas hundidas en sus móviles, siento que los hombres grises de los que hablaba Michael Ende han ganado. No quiero sonar como un hombre viejo gritando a una nube o decir que todos los chavales lo hacen (o que solo usen el móvil para jugar a juegos poco imaginativos), pero sí quiero, sí deseo, hablar de cómo perder nuestra humanidad puede condenarnos al peor de nuestros destinos.
Nuestro poder es la imaginación, una capacidad de un valor incalculable, una que nadie debería poder quitarnos o arrebatarnos antes de que ni siquiera germine. Mediante la lectura y la escritura, mantengo viva la mía y deseo que, en las próximas obras que escriba, como las siguientes historias de Saga Devon Crawford, pueda explorar temas tan profundos como los explorados por Ende. Avivar la imaginación, la empatía y la humanidad, a la vez que grandes historias, debería ser un objetivo más que crucial si deseamos mejorar y cambiar nuestro mundo.
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