Número dos de David Foenkinos: ¿por qué leemos malos libros?

A mediados de los ’90, la saga Harry Potter cambió el panorama literario para siempre y se convirtió en un fenómeno internacional avivado por las películas y todos los productos que rodearon la saga. La historia del joven mago cautivó a millones de lectores y, aunque ahora resulte extraño (dadas las últimas polémicas que ha protagonizado), J. K. Rowling llegó a ser una especie de ídolo para todo el mundo, de mujer sufridora a exitosa escritora. La historia perfecta. Hasta la «literatura seria» pareció fijarse en la obra y mirar con una ceja arqueada aquel relato sobre el Elegido que si consiguió algo en sus libros fue más por suerte que por otra cosa.

Si algo me he dado cuenta en los últimos años es que esa «literatura seria» es aquella publicada por sellos editoriales que alguna vez gozaron de cierto prestigio, pero ahora se limitan a lo comercial y a lo que un agente literario debe asegurar que es una gran obra. Y ese agente debe ser un dendehúmos de cuidado. De lo contrario, no me explico la publicación de Número dos de David Foenkinos, que lo mejor que tiene es su sinopsis. Seguramente, deberían publicarle al que la escribió y no a este señor que comete el mayor error que puede cometer un escritor: pecar de ser un intelectualoide con pecado de paternalista con su público.

Cómo escribir una sinopsis

Leamos la sinopsis de Número dos:

«En 1999 centenares de jóvenes pasaron por las audiciones para interpretar a Harry Potter. Entre los dos candidatos que llegaron hasta el final, Daniel Radcliffe fue elegido por tener, según la directora del casting, «ese algo extra». Al leer estas declaraciones, David Foenkinos empatizó de inmediato con el chico que no tenía ese toque extra: el número dos. Esta novela narra su historia.

La vida de Martin Hill, un chico con padres divorciados y gafas negras y redondas, da un vuelco cuando acude por azar a la productora londinense en la que trabaja su padre el mismo día en que pasa por ahí David Heyman, inmerso en la búsqueda del actor que encarnará al pequeño mago. Tras ser descartado, Martin irá cayendo en sucesivas depresiones con cada nueva entrega de los libros y las películas. A su alrededor, todo le recuerda el éxito de su rival y poco a poco, en lugar de disfrutar de la vida de Radcliffe, la suya propia empieza a parecerse a la del atormentado personaje de ficción. ¿Podrá sobreponerse a esa mancha en su destino y hacer del fracaso una fuerza?».

Si la ha leído, puede ahorrarse el libro, ya que este resumen es lo mejor escrito que tiene y, quizá, lo único que merece la pena de la «novela» (hoy en día cualquier cosa puede llevar este apelativo) escrita por David Foenkinos.

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Con la publicación de Harry Potter y la piedra filosofal, se dio pie a un fenómeno internacional vinculado al niño mago. Foenkinos se aprovecha de ello para sacar pasta.

Una oportunidad perdida

En Número dos no hay ningún atisbo de verdad, ni siquiera hay un atisbo de arte. Solo hay banalidad, paternalismo, autoayuda y un tono de fábula indeseable que me hace pensar que si esta es la «alta literatura realista y seria», me alegro de pertenecer a otros subgéneros de menor consideración para una crítica putrefacta que vende su plumilla al mejor postor.

Fastidia que una idea que pudiera resultar interesante, acabe convirtiéndose en una comparsa para un escritor que no es brillante, pero lo peor es que se lo cree. Un auténtico escritor, si hubiese querido recurrir a la malicia, habría jugado con ideas como que el hospital psiquiático posea una H. P. como iniciales y habría servido para convertir la institución mental donde acaba Martin en una especie de macabro Hogwarts donde hacer que su personaje se enfrentase a la ficción, como acertadamente hacía Alejandro González Iñárritu en la estupenda Birdman, donde un actor se enfrentaba a su pasado encarnando a un superhére… Pero Foenkinos está muy lejos de ser Iñárritu.

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Birdman es un ejemplo de lo que debe ser una crítica al propio arte desde el arte.

Cómo se hizo

La obra chirría desde su inicio y no deja de hacerlo cuando se olvida de quién es el personaje principal: Martin. Y es que Foenkinos no siente nada por él y, si lo sintiera, sería en realidad una especie de condescendencia burlona. No puede dejar de sonreír mientras dice «oh, pobrecito».

Martin no es ni siquiera un personaje, solo es un vehículo para transmitir sus tonterías. Por eso, no duda en perderse durante varias páginas en cómo se creó Harry Potter, en el papel de David Heyman, en los encuentros con Rowling… Es que, de repente, la obra posee un pufo a making of mal hecho que me recuerda al reencuentro del reparto de Harry Potter que recogió HBO a principios de 2022 en su plataforma.

«Daniel Radcliffe había llegado a declarar que: «rodar pelis es el terreno de juego más grande que uno pueda imaginar…». Todos los niños del mundo soñaban con estar en su pellejo, pero ¿qué pasaba con el que casi casi lo estuvo?».

Un mal titiritero

Ni siquiera es una obra verosímil o bien construida, por mucho que Foenkinos lo intente. Por ejemplo, Martin se niega a leer los libros de Harry Potter (solo lee el primero) y huye de las películas. Bien, pues cuando se estrena El prisionero de Azkaban, tercera cinta de la saga, donde aparecen los dementores, seres basados en la depresión de Rowling, dice lo siguiente:

«Los dementores, potencias destructora de la belleza y de los recuerdos felices, lo rondaban en su propia casa».

Si no ha leído el libro ni ve las películas, ¿cómo sabe esto Martin? No lo sabe. Es imposible. Solo es Foenkinos utilizando a sus personajes como burdos títeres en la feria más pútrida de la literatura actual. No se preocupe si considera que son palabras demasiado «fuertes» hacia la obra, tampoco es que a Foenkinos le importe; de lo contrario, habría escrito un buen libro.

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Número dos ni siquiera sirve como lectura para los potterheads, los amantes de Harry Potter. | Imagen libre de derechos de Pixabay.

El «cringe»

Mis estudiantes utilizan mucho el término «cringe» en vez de decir «vergüenza ajena» y suelen usar como ejemplo de lo que da «cringe» algún vídeo o GIF. En mi caso, ahora podría utilizar como muestra de lo que da «cringe» esta novela. David Foenkinos siembra su texto con algunas frases que consiguen ese efecto demoledor: el de dar vergüenza ajena.

«Harry Potter era nuestra parte rebelde, nuestro deseo de poseer poderes para erradicar a los indeseables, nuestro sueño de una vida mejor».

Sí, Harry Potter es el equivalente al Che Guevara de la fantasía. Sí, claro.

El «realismo»

Por no olvidar cuando cualquier asomo de «realismo» estalla en pedazos. Me refiero a cuando Martin empieza a trabajar como segurita en el Louvré y descubre que los museos están llenos de personas que han sido descartadas: segundones, Salieris que buscan su refugio en estos baluartes. Y entonces, Foenkinos nos lanza una puñalada trapera con esta frase:

«La Gioconda es el Harry Potter de la pintura».

Y en ese momento, el lector puede escuchar el eco de un grito. Es Leonardo Da Vinci, acordándose del señor Foenkinos, el editor y cualquiera que esté tras este crimen.

Aparte, Martin sufre con cualquier cosa relacionada con Harry Potter o la magia, pero no cuando acaba yendo a una pitonisa (¡!) a que le lea el futuro.

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La Gioconda, el Harry Potter de la pintura, según David Foenkinos. Ay.

La caricatura

A medida que leía Número dos recordaba una escena de la película En la casa. Trata sobre un profesor que se obsesiona con la historia que está escribiendo un alumno de su clase sobre la familia de un amigo. Hay un punto en que el docente estalla enfadado contra su discípulo, ya que ha empezado a caricaturizar sus personajes.

Esto de convertir a los personajes en caricaturas lo hace Foenkinos hasta un punto en que lejos de ser arte, es solo una malísima parodia: Martin tiene depresión, el padre de Martin es un buenazo que muere de cáncer, la madre es un personaje que solo se preocupa por su interés…

Gota tras gota, acabamos sufriendo una tortura aborrecible. Y recordamos a aquel profesor de la ficción que se hartaba de la caricatura, sobre todo cuando es banal, gratuita y desprende lo peor que puede desprender: condescendencia.

«A Martin hasta le costó reconocer a su madre cuando esta salió del cuarto de baño tan acicalada y poco le faltó para preguntarle si iba a una fiesta de disfraces».

Por mi parte, a mí me cuesta reconocer que en David Foenkinos exista algo medianamanete cercano a ser un buen escritor. Es más bien el bufón del reino. Un bufón sin gracia. No hay nada peor que alguien que se cree más listo de lo que es. O tal vez sí: aquellos que lo creen.

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En la casa es una recomendable película francesa donde se reflexiona también sobre qué es una «caricatura» en la literatura.

¿Verosimilitud? ¡Ja!

Algunos reseñistas comentan de la capacidad de Foenkinos para recoger los diálogos de sus personajes y a mí me hace pensar que o los reseñadores han bajado el escalafón del talento o que tenemos un error de base. Si Foenkinos quiere hacer que creamos su obra, debería hacer creíble cómo hablan los personajes y no recoger fragmentos como este:

«Pensé en ti precisamente por las razones que a ti te parecen incongruentes. Estoy convencido que imprimirás verosimilitud a Harry. Para mí es un niño fascinado por lo que está a punto de descubrir. No es tan diferente de lo que tú escribes, esa magia de los sentimientos».

¿Alguien habla así? Y si es sí, por favor, avísenme para huir lejos.

Lo que me resulta más cargante de la obra es su narrador, que ni siquiera sabe utilizar recursos como la prolepsis sin caer en esa sensación de que te están tratando con condescendencia:

«Le provocaría escalofríos por la espalda. No es de extrañar, cuando sabemos la de trastornos que la aventura iba a provocar».

Más allá del lugar común en el que cae (con esos «escalofríos por la espalda»), ¿qué busca Foenkinos con su estilo? ¿Hacer que pensemos que su obra es una fábula moderna? ¿O reírse de nosotros, que para algo hemos leído y, peor, comprado su libro?

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Número dos, más que una novela, es un montón de páginas sobre autoayuda.

Los puntos suspensivos…

«Conocer a alguien es permitirse existir de nuevo sin el propio pasado. Uno se cuenta como le apetece, puede saltarse páginas y hasta empezar por el final. Esta libertad narrativa acabó en invitación a cenar por parte de Sophie».

¿Había comentado ya algo sobre la «autoayuda»?

A lo que suma la horrible manía que tiene Foenkinos de utilizar los puntos suspensivos para dejar claro que el personaje no sabe qué decir en medio de un diálogo. Este recurso, usado una vez, se puede perdonar. Utilizado varias veces a lo largo de toda la obra parece más bien una maniobra para gastar papel.

«—Actuar en una película. Ser un personaje. No solo un figurante. ¿Crees que lo pasarías bien?

—…».

En ocasiones, me resulta difícil señalar el momento exacto en que una obra me provoca vergüenza ajena. No es el caso de Número dos, donde queda claro en este párrafo donde convierte a los puntos suspensivos en los signos ortográficos más ridículos de la creación.

«Si hubiera sido una película, la escena habría merecido un efecto de cámara lenta. Pero en una novela… se antoja complicado… ralentizar… el ritmo… de una acción…, a menos… que se recurra a los… puntos suspensivos».

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Lejos de aprovechar para reflexionar sobre el poder de los libros, la obra de Foenkinos es una muestra de la literatura actual: de la mala, en realidad. | Imagen libre de derechos: Pixabay

¿Refinado humor intelectualoide?

Otra cuestión que aprecio tras leer Número dos es lo complicado que es escribir humor en una novela. O, al menos, imprimir cierto halo de comedia a una historia. Terry Pratchett en esto era un maestro, David Foenkinos es todo lo contrario. Rocía la obra con frases como esta:

«A John le fascinaba la profundidad del sueño de los niños. Se les podía tocar el clarinete al oído (vale, raro era que eso pasara, salvo en familias de melómanos perversos), que ellos seguían inmersos en la cámara hermética de su noche».

Se ve que Foenkinos tiene algún problema con los clarinetes. Con lo que no tiene problema es en tener uno de los narradores más insoportables de cualquier obra literaria reciente, que no teme en soltar esas reflexiones que algunos verán brillantes y para mí son dignas de un libro de la sección de autoayuda (hay un anillo del infierno de Dante dedicado a estos libros):

«Nada malo nos puede pasar cuando dormimos así. ¿En qué momento de la vida perdemos esa capacidad? Alrededor de los catorce o quince años. Quizá la crisis de la adolescencia proceda de ahí, de esa fuga de descanso perfecto. John llevaba tanto tiempo sin dormir así… Ya nunca bordeaba esas profundidades nocturnas a las que no llega nada del día».

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A los seres humanos nos gustan las historias sobre los fracasos. Somos así. Por desgracia, el único fracaso destacable de Número dos no es el de Martin, su protagonista, sino el de Foenkinos, el autor. | Imagen libre de derechos de Pixabay.

Ejemplos de autoayuda

Para todos aquellos que tengan una autoestima baja y necesiten una frase de Mrwondloquesea, aquí tienen esta «joyita» que haría temblar a ese aborto literario que es El caballero de la armadura oxidada:

«Así es como una vida humana cae del lado equivocado. Siempre es una nadería lo que marca la diferencia, como si la mera posición de una coma pudiera cambiar el sentido de una novela de ochocientas páginas».

Lo peor es cuando, consciente o inconscientemente, este señor justifica incluso su tram(p)a:

«Extraño encadenamiento de las cosas de la vida».

Si alguien piensa que la obra es necesaria para hablar de cómo un trauma nos puede afectar de por vida, debe ser alguien que no ha leído libros que tratan de verdad sobre este tema. Todo es raudo, apresurado, banal y similista en Número dos.

«No quería volver a experimentar nunca más la sensación de sentirse deseado y luego rechazado».

Y otra perlita:

«Se sentía capaz de asumir su fracaso en vez de padecerlo. Siendo amado dejaba de ser vulnerable».

A nivel literario, estas frases son más dignas de aparecer con una foto de Instagram y un estado pseudointelectualoide de cualquier red social que en una novela. Y sin embargo, aquí está.

Más que un libro, Número dos de David Foenkinos es autoayuda con el peor tono condescendiente posible. Share on X

¿Por qué leer un mal libro?

Decía Alan Moore en su curso de la BBC que era recomendable que los escritores leyesen malos libros para comprender sus defectos y para inspirarse. Como también comentaba Stephen King, nada le da más ganas de escribir a un autor que leerse un libro terrible y pensar que él lo puede hacer mil veces mejor. Eso es para lo único que sirve Número dos, para darnos cuenta de que cualquiera podría mejorar esto y para percatarnos de lo paupérrima que es la calidad de la llamada «literatura seria».

Por otra parte, ¿qué sacamos de criticar una obra así? Un gran amigo me comentó que no debería hablar de libros malos, pero creo que no hay problema en ello. Que una editorial, un autor, algún lector o algún reseñador se sintiese mal conmigo, no iba a cambiar mi vida. «Pero Carlos, te dedicas a escribir». Sí, me dedico a ello, pero también a leer. Y a tener opiniones. Y a reflexionar sobre algo que amo como es la literatura. Tenemos legítimo derecho de hablar de aquello que nos gusta y de aquello que detestamos. No deberíamos venir al mundo para vivir con miedo. Y menos para escribir obras deplorables que mancillan lo que significa la literatura, como este Número dos.

En una de mis últimas anotaciones a borde de página hechas en Número dos, cuando Martin se encuentra con Daniel Radcliffe en la última escena de este montón de hojas que alguien se atrevió a llamar libro, puse lo siguiente: «¿alguien se cree esto?» y la respuesta ni siquiera deseo saberla. No quiero saber cómo la gente puede tragarse una fábula deleznable como esta, no quiero saber por qué reseñistas como Claire Julliard, Corinne Renoe-Nativel, Yves Quitté, Olivia Gesbert o Valentine L. Delétoille han decidido que estamos ante «una novela maravillosa», «relato vivo, mordaz y divertido», «una idea brillante» o cualquier otra parida de las que se recoge en la solapa del libro. No quiero saber nada de esto. Y si alguien me preguntase, con cara de asco, solo agregaría cuatro palabras: «por arte de magia».

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