Indiana Jones y el Dial del Destino es una película sobre el pasado y la Historia. No es baladí que empiece con el sonido del tictac de un reloj.
Tanto su protagonista como su antagonista no encajan en 1969, año en que el hombre llegó a la luna y cambió el rumbo de la Historia. El héroe es un aventurero arqueólogo, salido de las historias pulp, cuya época ha pasado. El villano es un científico que ha ayudado a EEUU a llegar a la luna, surgido de los horrores del nazismo, cuyo tiempo podría resurgir. Ninguno de los dos parece aceptarlo.
Ambos intentan aferrarse (de un modo distinto) a su pasado, pero mientras que Indiana lo acepta, Voller intenta cambiarlo. Y de la sinergia de ambos y de un objeto capaz de cambiar el pasado nace esta quinta entrega de la saga de Indiana Jones, un canto de cisne que supone la despedida (imaginamos) de uno de los grandes iconos cinematográficos del siglo XX.
Aceptar el ayer
Y, a su vez, Indiana Jones y el Dial del Destino también es un film sobre cómo nosotros, los fans, nos aferramos a nuestros personajes favoritos del pasado. A todos nos encantaría ver historias de Indiana Jones, Star Wars o cualquier otra obra hasta el final de los tiempos, pero a menudo nos preguntamos: ¿cuál es el precio de la nostalgia? ¿Hasta qué punto queremos vivir la última aventura de nuestro héroe favorito?
Sobre esto último sabe mucho James Mangold, quien ya dirigiese una película con una idea similar: la interesante Logan, y que aquí ocupa el asiento de Steven Spielberg, quien se aleja de la franquicia para dejarla en hábiles manos, aunque se eche en falta algo de ritmo y la premura con la que el director de Tiburón hacía crecer cada escena en la trilogía original.
El retorno de la aventura clásica
Si algo ha caracterizado siempre a la franquicia es su velocidad vertiginosa. El ejemplo claro está en los prólogos de las tres películas originales. Ya sea huyendo de los obitos, enfrentándose a la mafia china o recuperando una reliquia que convertirá a Henry en el joven Indiana Jones, Spielberg demostraba un brío incuestionable que, me temo, no recupero en la cuarta entrega.
En Indiana Jones y el Dial del Destino tenemos un prólogo que rejuvenece a Indiana (y casi mantiene a raya, salvo en algún momento de acción, el efecto del valle inquietante) y logra captar el espíritu de la franquicia. Si bien, en otros momentos, puede volverse reiterativa (me hubiera ahorrado la conversación sobre el pasado de Helena y la última noche que vio a Indy con tal de mantener el flashback con su maravillosa transición en la ventana del avión).
Lo que es encomiable es que se recupere, en gran parte, el sentido del cine de aventuras más clásico en pleno siglo XXI, cuando todo son explosiones, tíos duros invulnerables y música de antro de mala muerte. Es hasta digno de aplauso.
¡Acción!
Como ya he dejado caer, si algo caracterizó a Indiana Jones es su visión de la aventura con escenas que se van volviendo más y más locas. En su día, Spielberg quiso rodar una película de James Bond, pero no lograba que la familia Broccoli, que cuenta con los derechos, le hicieran caso. Sin embargo, ahí apareció uno de sus grandes amigos: George Lucas.
El creador de Star Wars le dijo que tenía una idea mejor: un personaje nuevo que uniría la faceta de aventurero con la de arqueólogo, sumado a un estilo pulp y a nazis a los que zurrar que buscaban objetos de poder. Lo que parecía una locura se convirtió en todo un canto del género de aventuras. A Spielberg le encantó y, antes de tener ni siquiera el guion, ya estaban hablando de contar con John Williams para la maravillosa partitura.
Un canto, como decía, que, sin duda, ha buscado ser replicado con más o menos acierto. En la gran pantalla hemos tenido La Momia, un sucesor simpático, además de docenas de copias bastante reguleras o algunas sobresalientes, como la trilogía de Piratas del Caribe. El propio Spielberg, sin ir muy lejos, se autohomenajeó con la reivindicable Tintín y el secreto del unicornio (a la que, curiosamente, El Dial del Destino hace un homenaje).
Más allá de la gran pantalla, hemos tenido a Lara Croft o Nathan Drake como sucesores en el videojuego, un campo que se ha alimentado mucho del «plataformeo» de Indiana Jones (y toda la escena del tren no deja de parecer la fase de inicio de un videojuego en la nueva cinta). Aquí, por supuesto, hay un tema digno de análisis.
Por tanto, cabe valorar si Indiana Jones y el Dial del Destino aporta algo o solo es un greatest hits desabrido. Desde mi punto de vista, sí, tanto en la trama como en un aspecto más metafílmico.
La lucha contra el tiempo
El guion (al que me temo que se le notan las excesivas reescrituras) gira en torno a todo esto y lo hace con más acierto que el hipertrofiado libreto de su predecesora. Paradójico, porque, aunque puede que no alcance el nivel de la trilogía original, sí que recuerda a estas sin desmerecer lo forjado en la cuarta.
Digno de análisis es ver cómo todos los personajes de Ford, arrogantes y espléndidos, se convierten en ancianos desmitificados. Ya lo vimos con Han Solo, incapaz de mantener una familia y lo volvemos a ver con Indiana, incapaz de mantener una familia. ¿Qué sostenemos con esto? ¿Que ningún ídolo puede ser también una gran persona de a pie o que envejezca sin caer? Puede que sea esperanzador para nosotros, los mediocres.
Me da la sensación, eso sí, de que se podría haber aprovechado más ese 1969 de la llegada a la luna y otros matices de su contexto histórico, pero, pese a los guiños que tocan incluso a la blaxploitation, poco supone para nuestro protagonista. ¡Cuántas ideas locas se me ocurren a partir de dignos herederos como los cómics de Mike Mignola y su vástago de Jones y tantos héroes pulp: Hellboy.
Al libreto tampoco hay que pedirle demasiado, igual que tampoco se lo pedíamos a su predecesora si no queríamos acabar desenamorándonos de Indy y compañía. Agujeros de guion tiene (esa cueva con dos puentes porque… ya se sabe que uno puede caer), pero la aventura la mantiene a flote… casi siempre.
Más allá de la nostalgia
Pero si bien el Episodio VII se convertía en un festival del guiño y la nostalgia, Indiana Jones y el Dial del Destino, pese a que tenga sus guiños y sus cameos, busca ante todo afrontar el pasado. Indiana tiene que luchar contra el duelo, contra esa idea romántica de que cualquier tiempo pasado fue mejor, y es un mensaje que el espectador debería aplicarse en esta era donde ninguna historia concluye nunca, pero ¿cuál es la valía de esto?
Crítica de Indiana Jones y el Dial del Destino: afrontar el pasado... o morir por él. Share on XA un fantástico Harrison Ford que encarna a un Indy que busca saber en quién se ha convertido le acompañan la gran Phoebe Waller-Bridge como la ahijada de Indy, Helena, quienes se enfrentan a un Mads Mikkelsen que levanta al villano nazi de pandereta, Voller; una lástima que no logre lo mismo Boyd Holbrook, al que vimos como el excelente Corintio en Sandman.
Varios rostros conocidos de la franquicia reaparecen, como John Rhys-Davies (el gran Sallah) o Karen Allen (nuestra fantástica Marion), aparte de sumarse otros como Antonio Banderas (apenas un cameo), Thomas Kretschmann (el eterno nazi), Toby Jones (demasiado relegado) o Ethann Isidore (que no llega a la altura de Tapón).
Una oda al presente y el pasado
Mucho en Indiana Jones y el Dial del Destino tiene aire de despedida, desde su clímax hasta el epílogo, pasando por un Harrison Ford dispuesto a despedirse de todos los personajes que lo hicieron grande (Deckard, Han Solo, Indiana Jones) o la maravillosa banda sonora de un John Williams nonagenario, pero todavía rebosante de magia.
Por suerte, la fotografía y los efectos especiales están a la altura. Si bien saltaron las alarmas con algún clip liberado en Twitter, en la gran pantalla el chroma, el stagecraft y otros recursos quedan aminorados gracias al uso de exteriores reales, desde Estados Unidos hasta Marruecos pasando por Sicilia, y un uso menos llamativo de CGI que rayaba lo desquiciante en La Calavera de Cristal.
Curar las heridas
El Dial del Destino me ha dejado con mejor sabor de boca que el final de la cuarta entrega, aunque no sé si será mejor quedarse con el maravilloso plano final de La Última Cruzada, con nuestros héroes cabalgando hacia el futuro, en pos de otra aventura. Y es que la propia El Dial del Destino trata sobre eso: sobre si nos quedamos con el pasado o avanzamos. Precisamente, el héroe es salvado por otro personaje que le hace aceptar su presente, mientras que el villano no cuenta con nadie que evite el horror que ha causado y fracasa cuando no acepta el pasado.
Ojalá, al igual que el personaje admite su pasado e intenta seguir adelante sin quedarse viviendo en el ayer, el espectador pudiera hacer lo mismo y aceptase que sus héroes del pasado, ya sean Han Solo o Indiana Jones, no tienen por qué volver a vivir una aventura cuando ya alcanzan los ochenta años y quizá lo que quede por contar de ellos fuese un esfuerzo más digno para nuestra imaginación. Pero así es la ficción, un animal que no deja de obligarnos a imaginar.
La quinta entrega de la saga termina haciendo gala de su clasicismo y enseñándole a Indiana y al espectador que tenemos que aceptar nuestro pasado para afrontar nuestro presente. De ese ayer, hay heridas que precisamente un beso pueden curar, un beso que tiene mucho de aquel que dimos por primera vez, bajo la música de John Williams y la promesa de una gran aventura. Y de esto último ha tratado siempre Indiana Jones. Y siempre lo hará.
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