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Recupero esta columna de El Juntaletras que escribí en su día sobre estas fechas que no suelen ser mis favoritas ni por asomo. Incluyen una versión oscurilla de mí siendo un adolescente perdido, un microrrelato sobre parejas condenadas, un regalo para todo el mundo y todos esos rollos que merecen ser recordados tanto tiempo después...
Una vez leí que si no se ha sido rebelde cuando eras joven, nunca has sido joven. Supongo que si has sido oscurillo de joven y no has sido algo (o muy) anarquista, no has sido yo. O, quizás, simplemente estoy generalizando y era algo que solo me pasaba a mí.
Volvemos a la época en la que estaba en primero de bachiller, en la que iba por la vida maldiciendo todo y a todos (a ti también si quieres) y buscando historias que no aparecían porque se dedicaban a embriagar a otros. Una persona que conozco describiría esa etapa de mi vida como “llevar una pedrada encima”. Es un poeta.
Recuerdo de ese tiempo, que ha comenzado a deshacerse entre la niebla de la nostalgia que baña todo en un falso oro, las Navidades de 2007. Y era mi época de oscurillo y era mi época de anarquista. Ni Dios ni Estado y mucho menos Reyes Magos. Ni deseos hipócritas. Ni sonrisas que duran menos que un polvorón. Ni regalos valiosos que duran un segundo.
Así era yo y algo de eso se conserva en mi mente.
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Cuando era muy pequeño, me gustaba la Navidad y suponía que todo el mundo era un lugar bonito y apacible por unos días. Por aquel entonces, veía las luces de colorines como algo mágico, los belenes como terrenos para enterrar a pastorcillos y los turrones como una forma de vomitar apaciblemente. Ahora, creo que hay un Papá Noel de luz en una rotonda cerca de mi casa y aún más cerca de un reno que desde la distancia adecuada parece que está siendo sodomizado (lo siento), los belenes suelen ser extraños (en Jerusalén nieva mucho) y creo que el turrón duro sirve de arma blanca.
Cuando era niño, ya había comida a chorretones, un diseño hortera por todos lados, la gente parecía feliz y me regalaban cosas. (Que alguien llame a la Real Academia Española y cambien la definición de “fabuloso” por todo esto).
Luego, fui creciendo y sería el hecho de tener una infancia y una adolescencia, a veces, horrible, lo que haría que la Navidad fuera para mí sinónimo de acordarme de los familiares que se habían muerto y de mí, de pequeño, llorando solo tras una puerta, una noche de Navidad, porque mi familia no era perfecta como las de los programas navideños que deberían ser deshechos en un baño de ácido.
Sea como sea, era mi historia y la Navidad me parecía hipócrita, cruel y estúpida. Todo ello por parte iguales. ¿Por qué la gente sonríe durante una vez al año para ser el resto de los doce meses unos auténticos hijos de perra? ¿Por qué hay gente que busca acallar su conciencia bajo adornos cutres y cenas que inducen al vómito para seguir comiendo? ¿Por qué la gente gastaba tanto para luego pasar el resto del año pidiendo? ¿Por qué engañamos a los niños con falsos hechiceros (yo pensaba que eran hechiceros) o con gordos que limpian con su ropa sangrienta las chimeneas? ¿Por qué?
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¿Un ejemplo literal de mis sentimientos de aquel entonces? Bien, la profesora de Literatura nos mandó a hacer un microrrelato sobre la Navidad. Yo lo hice el día antes (como deben hacerse todas las tareas que nos planteamos como notable esfuerzo). Se había ido la luz de mi casa, así que con una vela todo queda lo suficientemente melodramático como para recordarlo siete años después.
La mayoría de los microrrelatos de mis compañeros supongo que eran agradables, el mío también, ¿cómo no? Iba sobre un chico al que una chica le daba calabazas, él se suicidaba y ella contraía el SIDA por irse con un capullo y, finalmente, mientras moría tras perder su bebé que la había convertido en madre adolescente, mi chica se encontraba con el espectro del pagafantas espectral y se marchaban juntos al otro mundo bajo el tintineo de la Navidad.
¿Queda claro como me sentía entonces?
Bien.
Era una época complicada para mí y recuerdo que si estaba en la asignatura de Religión era porque no hacíamos nada y me permitía tener una visión de mis enemigos privilegiada… pero, sobre todo, por lo primero. Al menos, eso me decía a mí mismo, porque no creía en Dios y no creía en nadie, ni siquiera en mí mismo. Por eso, cuando se hizo el concurso anual de decorar las clases en mi instituto, yo no quise participar y recuerdo que eso atrajo las opiniones de mis compañeros.
Muchos no entendían que yo no quisiera celebrar la Navidad. Muchos entendían que la Navidad era un momento no relacionado con la religión. Otros pensaban que solo era una actividad más. Algunos, imagino, que consideraban que yo buscaba algo de protagonismo… Pero da igual, yo en esa época veía las cosas como la máscara de Rorschach: en blanco y negro. Si no creía ni en Dios ni en el estado, ¿por qué debía ser un hipócrita que luego decorase por Navidad?
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Entonces, entre mis compañeros de 1º de bachiller C, surgió una idea acorde con mi tutora, la enrollada profesora de Literatura de la cual ya os he contado un par de historias. ¿Qué era aquello en lo que habían pensado? Querían decorar la clase criticando el egoísmo y la falsedad de la Navidad.
Aparte de decorar todo el aula, querían representar una obra de teatro donde se viera la vida de una familia pobre y otra rica en Navidad: sus injusticias, su melancolía, su drama, su dolor…
Y no fue raro que aquella buena idea, e inundar toda la clase de luces, hiciera que 1º de bachiller C se llevase el premio a mejor decoración de 2007 del instituto de educación secundaria Las Veredillas.
Se lo merecían. No diré que no, aunque en aquella época es normal que fuera por los pasillos diciendo: “Con esas luces, mi clase se ha convertido oficialmente en un prostíbulo”. Siempre me he caracterizado por ser un chico de lo más agradable y un poco (bastante) gilipollas.
Y no, lo último era ironía, pero quizás hubo una persona que sí lo pensó. Lo de agradable más que lo de gilipollas, quiero decir. Era una chica de clase de esas a las que les suelen hacer caso. No puedo decir que amiga (ni siquiera sé exactamente qué ha sido de ella), pero ahí estaba en una hora muerta, de esas sin clase, y decidió hablar conmigo sobre porqué no quería saber nada de la Navidad.
Le dije que estaba bien que quisieran criticar el materialismo y demás patochadas que traen esas fechas, pero que hacerlo para recibir un premio (que era ir a un parque de atracciones acuático) era hipócrita. ¿Se quejaban de la gente que lo pasaba mal para ellos luego pasarlo bien? No sé, me parecía otra gran hipocresía.
Aquella chica me habló con sabiduría adolescente de cómo su novio, evangelista, celebraba la Navidad por los más pequeños de su familia, que ella también lo hacía por eso, que a veces los niños necesitan creer en algo y la gente necesita reunirse por ese tipo de fechas. Y yo seguramente respondí mal, pero si lo recuerdo es por algo.
Cuando, finalmente, mi clase se llevó el premio, aquella chica quiso hablar para todos tras comentárselo a varios compañeros de clase. Anunció, oficialmente, que se habían pensado en el tema del premio y que creía que era mejor renunciar. Las entradas para toda la clase por ganar el certamen no serían compradas y el dinero se destinaría a una organización no gubernamental que estaba ayudando a los chavales sin recursos de algunos países en Sudamérica.
Me pareció un acto bonito y no sé si yo, el Grinch oscurillo, tuve algo que ver. No sé si fue una historia digna de recordar, pero ahora cuando veo la Navidad y pienso en todo lo malo que tiene, tengo este recuerdo, más luminoso que mil luces o mil muñecos colgando (o sodomizando).
Y es un pensamiento bueno y siempre necesitamos de estas cosas, ¿no? He aquí uno. Espero que sirva.
En parte concuerdo. Y añado que esas fiestas se suele comer, no tanto por gusto, sino para evitar toda conversación con gente incompatible. Comer es una excusa para no hablar.
ResponderEliminarDe cuento que escribiste, me gusta el final en que los fantasmas se van juntos.
Esa obra me pareció original. Creo que merecían ganar el premio.
Hola, Demiurgo
EliminarMuy interesante tu reflexión sobre estas fiestas que, por suerte, ya han pasado. Y me alegro de que te haya gustado la historia del microrrelato.
Muchas gracias por tu comentario.